miércoles, 1 de noviembre de 2017

Allá lejos y hace tiempo, le escuché decir al arquitecto Peña, que había que ponerle color a la ciudad. Que los vecinos, timoratos, no pasábamos de los grises, cremas, arenas, amarillitos pálidos,  a la hora de pintar los frente de nuestras casas.

Pensé que se había vuelto loco. Podía estar bien para Budapest, pero no para Buenos Aires, tan fatua de sobriedad.

Poco a poco fue apareciendo el color. Un celestito, un verdecito audaz, un lila.
Hasta que cada quien pintó como más le gustaba, hasta la  insolente combinación de colores en un mismo muro. ¡Oh… que los dioses se apiadasen de nosotros los porteños!.

Sin embargo, este atrevimiento fue un inicio en la puesta en valor de las casas antiguas, ya fueran italianizantes o art nouveau.

Algunas obras resultaron equilibradas y agradables y otras chocantes.

El Art Nouveau porteño, o el eclecticismo de aquellos tiempos, fue quien mejor soportó estos cambios.

Luego en la calle Lanín, siguiendo el impulso del artista plástico Marino Santa María, el color se desprendió del pincel, llenando de alegres  y originales motas los frentes.    En los últimos años, los murales callejeros, verdaderas obras del arte urbano, van cubriendo paredores y casas. Descubrimos los trampaojos. y, Muchas posiblidades, para volver a la ciudad, más amable, especialmente en los barrios, donde aún hay casas