Allá lejos y hace tiempo, le escuché decir al arquitecto Peña, que había
que ponerle color a la ciudad. Que los vecinos, timoratos, no pasábamos de los
grises, cremas, arenas, amarillitos pálidos, a la hora de pintar los frente de nuestras
casas.
Pensé que se había vuelto loco. Podía estar bien para Budapest, pero no
para Buenos Aires, tan fatua de sobriedad.
Poco a poco fue apareciendo el color. Un celestito, un verdecito audaz,
un lila.
Hasta que cada quien pintó como más le gustaba, hasta la insolente combinación de colores en un mismo
muro. ¡Oh… que los dioses se apiadasen de nosotros los porteños!.
Sin embargo, este atrevimiento fue un inicio en la puesta en valor de
las casas antiguas, ya fueran italianizantes o art nouveau.
Algunas obras resultaron equilibradas y agradables y otras chocantes.
El Art Nouveau porteño, o el eclecticismo de aquellos tiempos, fue quien
mejor soportó estos cambios.
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